miércoles, 31 de diciembre de 2014

Establemente desequilibrado

Hace ya un buen puñado de meses que me trasladé de la que desconcertadamente llaman ciudad del "amor" a mi bien querida y bien hallada ciudad condal, y... !Qué dicha la mía!.

Es cierto que la predisposición ayuda mucho, y que uno sienta que está dónde debe estar, también suma, pero es que Barcelona tiene Algo, de verdad.

Desde que me instalé aquí, intento adaptarme al pulso de esta ciudad y con frecuencia me inmiscuyo en su gran y variada oferta de actividades, y que alegría da que ella se deje.

No hace mucho, quizás un par de semanas atrás, mi amada ciudad presentó un nuevo prototipo de bicicletas eléctricas y no quise perderme el estreno: no dudé ni un momento en lanzarme a la calle para darme un paseo por las decoradas calles navideñas con la flamante bici eléctrica que Barcelona me ofrecía. 

Debo confesar que mis dotes como ciclista no son precisamente algo de lo que pueda presumir, y sí, la bici era eléctrica, pero había que pedalear igualmente. Sea como fuere, jugaba con ventaja: montar en bici nunca se olvida, o eso dicen… Pero, una vez puesto en situación (sillín ajustado y cremalleras subidas), el panorama se me presentó algo más arriesgado de lo esperado: 

Resulta que yo soy de periferia y siempre he necesitado moverme en coche. Conducir es fácil, el cuerpo aprende los movimientos y a final la memoria muscular lo hace todo; solo tienes que seguir unos códigos de circulación muy bien marcados. Ahora que estoy en la urbe, camino como nunca, y eso es más fácil aun, los límites los ponen tus pies. Pero ir en bici… en una gran ciudad… por primera vez… eso es despertar al híbrido que llevas dentro. 






Sí, quizás exagero algo (dramatizar siempre le da más chispa a una historia), pero os aseguro que me sentí algo vulnerable. A ratos podía circular por un perfectamente delimitado carril bici, a pesar de que en ocasiones se llenaba de personitas dispuestas a caminar gozosas por encima de él cual alfombra roja; otras veces mi carril se esfumaba, sin más; había momentos en que circulaba junto a grandes automóviles y otros en que esperaba junto al semáforo en rojo con otros peatones. 
Pero lo peor fue cuando, en cierto momento, perdí el equilibrio.

Esa sensación desagradable que te provoca momentáneamente la pérdida del control; ese instante eterno en el que te invade la incertidumbre y te ves incapaz de vislumbrar el desenlace; una sensación con la que, mientras dura, todos los finales tienen cabida, desde el más aterrador hasta el más feliz. Sí, esa sensación que tan bien conocemos todos. 
Para aquellos a los que os interesan los detalles macabros y escabrosos, siento deciros que no me caí, pero ese balanceo bobo sacudió mi fuero interno. Esa falta de equilibrio despertó en mí sensaciones que me eran desagradablemente conocidas.

“No es la primera vez que pierdo el equilibrio”- pensé.
“Es más, en ciertos puntos he estado hasta desequilibrado”- me dije. 

Imagino que sabéis de qué os hablo: cualquier persona con un mínimo recorrido vital y que haya sobrevivido a cualquier crisis existencial, sea la adolescencia, la crisis de los 40 o el “a dónde voy - de dónde vengo”, conocerá bien esta sensación. Esa fase de inestabilidad en la que te buscas pero no te hallas, esa fase en la que te sientes desequilibrado sin ser tu nada de eso. Por suerte, se trata de algo temporal, son fases, y cuando las superas, quedan atrás. 

Es como cuando aprendes a ir en bici: casi que te pasas la mayor parte del tiempo desequilibrado. Te caes, te magullas, te frustras, lo quieres dejar... pero tras levantarte una y otra vez al final consigues la estabilidad, y lo que costó tanto aprender se vuelve algo vitalicio: una vez lo consigues ya nunca lo olvidas, llegas al equilibrio para siempre.

Pero… ¿significa eso que ya nunca perderás el equilibrio? Pues seguro que no, siempre hay piedrecitas en el camino y obstáculos que superar. 

Y así, montado en mi bici eléctrica, tuve que recordarme a mi mismo que perder el equilibrio no es estar desequilibrado. Perder el equilibrio puede ser un toque de atención, una alarma que se dispara, un fuego que apagar, pero no es el fin.

La pérdida de equilibrio tiene solución, no dejes que un simple balanceo te haga caer. 

sábado, 22 de marzo de 2014

Frascos de perfume en escala de grises

Después de unas más que considerables vacaciones, hace cosa de unas semanas que he vuelto a la que llaman ciudad del amor. Parece que la bella urbe está al corriente del ligero resquemor que le tengo y ha decidido obsequiarme con unos deliciosos días de sol, de esos en que los rayos del astro rey cumplen su función de calentar y dar brillo sin abrasar ni hacer transpirar. Visto el buen gesto que la ciudad ha tenido, no he podido evitar darle las gracias en forma de un dulce paseo en el que me he dejado fundir por entre algunas de sus calles más secretas y estrechas, pero no por ello menos concurridas.

A París se la conoce también como una de las grandes capitales de la moda, y sin duda alardea de ello. Es fácil quedarse atrapado observando la belleza de los múltiples escaparates que decoran la ciudad con sus coloridas prendas que avisan de la prematura llegada de la primavera (estoy seguro de que en España ©Elcorteinglés ya hace tiempo que la anunciaba a bombo y platillo...).

Pero hoy algo me ha llamado la atención y me ha sacado del habitual estado de trance en el que entro cuando paseo. Es posible que os parezca una gran tontería, pero me he percatado de que había muy poco gris en esos escaparates. En esta ciudad es muy habitual ver a los parisinos vestir con prendas oscuras que justamente les otorgan ese aire tan elitista y elegante del que presumen. También es inevitable ver colores que la ciudad de las luces se encarga muy bien de hacer brillar pero, ¿qué pasa con el gris?

Posiblemente sea un color poco aceptado socialmente. En la psicología de los colores, y entre otras cosas, el gris simboliza la ausencia de energía, tristeza, duda, melancolía… Sí, la verdad es que no invita a lucirlo con orgullo, pero a mi parecer el gris tiene mucho que aportar, como equilibrio.

¿Qué pasa con el equilibrio?¿Cuál es su lugar?¿Qué cabida tiene el gris entre el elegante negro y los alegres colores? Resulta que entre el exceso de los extremos, entre el “o todo negro o todo blanco”, se encuentra la escala de grises, quizás una oferta poco arriesgada para algunos pero altamente equilibrada para otros.

Pero, sin duda, el gris pasa desapercibido con facilidad, tal es así que nos lanzamos a los extremos sin pensar en cual debería ser el límite: ¿cuál debería ser la justa medida de nuestras experiencias vitales? Sé que me cuesta ir al grano pero voy a ilustrar claramente a lo que me refiero:

Pensad en un frasco de perfume. Uno de esos frascos que son casi obras de arte en sí mismos y que hacen apetecible su contenido sin necesidad siquiera de destaparlo. 

Visualizad uno de esos frascos que parecen dotar de exclusividad y gran personalidad a la persona que decide rociar su piel, impregnando así el mayor órgano de nuestro cuerpo de un olor exquisito. 
Pensad simplemente en un frasco irresistible a los ojos.

Imaginad ahora que, por fin, lo destapáis y os dejáis embriagar por el delicioso aroma que asciende suavemente por la apertura del frasco y  que penetra con delicadeza en vuestras fosas nasales.

Es una sensación estremecedora. En tan solo unos segundos el cuerpo atraviesa una experiencia sublime que roza lo religioso. Esos segundos bastan para que el organismo entero se retuerza de placer.

Pues bien, ahora imaginad que en ese estado de éxtasis inducido se te ocurre llevar la experiencia sensorial al extremo, al límite, y bebes del frasco.

Resulta sorprendente como una escena tan apetecible, que juega a ser erótica, se convierte de golpe y sin remedio en algo abominablemente desagradable. Se podría decir que se cruza una línea tan estrecha como la que separa el amor del odio, una línea que separa lo celestial de lo infernal, una simple línea, un simple paso que va del acertado equilibrio al descompensado extremo.

Pues eso es lo que me aporta, y me recuerda, el color gris. Esa fina raya que se mantiene dentro del margen del equilibrio y que permite disfrutar al 100% y de forma adecuada de todos los frascos de perfume que se cruzan en nuestro camino, y sin necesidad de cruzar la línea del sufrimiento.

La pregunta quizás es ¿Qué te hace beber del frasco? ¿Qué te lleva al sufrimiento del extremo?
Sé gris, sé equilibrado.


viernes, 21 de febrero de 2014

El colador de pensamientos

¿Qué forma le darías a la cabeza si tuvieras que dibujarla?

De entrada, no sé dibujar, pido disculpas por la aberración gráfica que he engendrado y situado unas líneas más abajo; lo cierto es que me siento más cómodo cuando desenfundo un bolígrafo con la finalidad de escribir o describir, pero si tuviera que ilustrar una cabeza, sin duda, dibujaría un embudo.

No hay nadie que se haya muerto por no tener un embudo a mano (y ¡atención! ahora hablo llanamente de las virtudes del embudo,que nadie entienda que el ser un descerebrado no sea un problema). Solo digo que quizás estéis de acuerdo conmigo si os digo que tal instrumento facilita en gran medida ciertas actividades, sobre todo cuando se trata de transvasar líquidos… pero resulta que no siempre hay uno a mano.

Su función principal es convertir algo extremadamente abundante, desordenado y que incluso podría acabar en caos según se gestione, en algo concreto, claro y delimitado. Vamos, que funciona como una cabeza, ¿no?

En la parte superior de una cabeza, conocida como mente, es donde se encuentran los pensamientos. Suelen ser numerosos y se organizan de forma abstracta, aleatoria y, en ocasiones, son incomprensibles.

Tal cantidad de pensamientos puede llegar a ser difícil de gestionar; es como el agua que podrías tener en una de esas inmensas garrafas de 8 litros y que te interesa pasar a tu práctica y cómoda cantimplora: si no usas un utensilio adecuado, quizás consigas llenar la cantimplora, pero muy posiblemente lo habrás logrado a base de desperdiciar y derramar gran cantidad de agua por toda la pica.

Por suerte, y volvemos con las cabezas, solo un poco más abajo del espacio que ocupa la mente, hay un orificio o apertura que recibe el nombre de boca. A través de este orificio solo puede salir un pensamiento por tiempo, no hay cabida para más. La boca no tiene esa capacidad tan abstracta de la que disfruta la mente, aunque, no nos engañemos, la incomprensibilidad es en ciertos especímenes una característica común entre boca y mente. 

De todas formas, y volviendo a los beneficios que aporta la boca a la mente, solo es posible verbalizar los pensamientos de uno en uno, así que una vez has colado todos tus pensamientos, lo que obtienes es algo así como la descripción de tus problemas, o, sin ser tan pesimistas, el discurso más o menos ordenado de aquello que tienes en la cabeza.

Está claro que si no usas un embudo no se acaba el mundo, o si no verbalizas lo que te pasa por la cabeza, tampoco te vas a morir, pero hay una gran diferencia entre hacerlo o no.


¿Y tú? ¿Cuelas tus pensamientos?

jueves, 29 de agosto de 2013

La ignorancia, el mal que pasa desapercibido

Hola,  mi nombre es Abel, soy europeo y sufro de choque cultural.

Esta es mi historia:

Imagina un lugar donde el saber estar no tiene importancia; un lugar donde las buenas maneras no tienen cabida y donde cualquiera de tus aptitudes de europeo bien educado no causan efecto alguno. Imagina que no puedes abrir el cajón interno en el que has depositado durante años un gran arsenal de normas de protocolo y compostura, porque no sirven, e imagina que el trío léxico sagrado del campo semántico de la educación (disculpa, por favor y gracias) no tiene nada de sacro. Pero imagina, además, que desconoces por completo cómo funcionan las cosas en el lugar en el que te encuentras y que no haces más que interpretar de forma errónea la gran mayoría de sucesos que tienen lugar a tu alrededor.

¿Cómo te sentirías? ¿Descolocado? ¿Desubicado? ¿En choque?

Pues bien, esos son algunos de los indicios del archiconocido “choque cultural”, un mal cuyos síntomas pueden afectar a todo ciudadano del mundo que cruce los límites de su marco cultural, que se aleje de su círculo de comodidad. Son los síntomas que ya sentí desde el momento en que pisé el aeropuerto del país que me hizo sentir ese choque cultural.

Aunque… pensándolo mejor, no debería llamarlo “mal”. Ahora que vuelvo a estar en mi círculo de comodidad, ahora que estoy “a salvo” me doy cuenta de que el choque cultural debería ser la prescripción médica que todo facultativo recetara para sanar el verdadero mal que es la ignorancia.

Estas vacaciones me he automedicado y en mi receta se leía “África”. Bueno, África es el medicamento genérico, yo he tomado Guinea Ecuatorial.

Lo cierto es que podría escribir muchas cosas justo ahora que empiezo a recuperarme de mi ignorancia aguda. Podría hablar de los colores que he visto, a los que todavía no puedo asignar nombre. De los sabores que jamás había probado, o incluso de los olores que he sentido. También podría hablar sobre las gentes, de la dura piel de los guineanos, de la fortaleza de los niños o de la gran sinceridad que habita en los ciudadanos de Evinayong, pero mi propio idioma se queda corto para definir con precisión los verdaderos colores, sabores y texturas que he experimentado con mi tratamiento, y me faltan adjetivos para definir a las personas que se han puesto en mi camino, un camino de tierra roja. 

Mi mente aun está procesando todos los estímulos a los que mis sentidos la han expuesto.
Hasta el motivo que me ha llevado a Guinea ha cobrado otro sentido: yo iba a enseñar y he vuelto enseñado.

África; una gran desconocida para muchos pero de la que todos creemos saberlo todo: África es gente pobre que sufre mucho a la que debemos ayudar, creemos. Pero sinceramente pienso que los que necesitamos ayuda somos nosotros. 

Una sociedad en la que las preocupaciones se basan en cubrir necesidades que nosotros mismos hemos inventado no puede estar sana del todo. Una sociedad en la que existen Ni-Nis debe de estar mal a la fuerza. Un lugar en el que importa más tu foto de perfil que la verdadera imagen que das tiene que estar infectado.

Yo iba a ayudar, y me han ayudado a mí. Me han ayudado a ver la realidad, a ver lo que el ser humano es capaz de hacer y hasta dónde puede llegar si le quitas esas cuatro cosas que nos tienen encadenados por aquí arriba, en tierras “desarrolladas”. Me han enseñado el valor del esfuerzo. Me han enseñado que la fortaleza no es una cuestión de edad y que aún existen niños con esa chispa de inocencia en los ojos, que respetan a los adultos y que escuchan lo que tienes que decir porque no tienen una Nintendo DS© a la que están enganchados.

Sí, he visto pobreza, he visto gente que lo pasa mal, y he visto gente que necesita ayuda, pero porque lo he visto con mis ojos de europeo, que no conciben una cabaña como una vivienda digna, que si se pincha con una chincheta se cree que siente un gran dolor y que se cree que su forma de vida es la más válida. 

No es mi intención adoctrinar a nadie. No es mi intención decir que aquí todo es malo y allí todo es bueno. No tengo ninguna pretensión, solo digo que a veces es necesario desaprender para poder aprender y que para ver bien, hay que lavarse la cara. 

África: sin frío. África; aún tiene mucho que mostrar.


domingo, 21 de abril de 2013

La mentira no es un recurso literario


Sé que puedo aburrir si hablo de literatura. Voy a correr ese riesgo.

No es lo mismo decir: 
“Mientras el momento se alargaba,  se creó un silencio incomodo” 
que: 
“En ese instante eterno, el silencio fue atronador”.  

Cambia la cosa, ¿Eh?

Conozco a muchos que se definen como apasionados de la literatura, o que quizás lo sean sin saberlo. Son esa clase de personas que siempre están leyendo un libro, y que antes de acabarlo ya tienen en mente cual será el siguiente. Esos que convierten una conversación sobre un libro en una reunión literaria improvisada; personas con un delicado sentido para la prosa y la poesía y que, casi siempre, gozan de gran destreza con el uso de la pluma. No puedo evitar pensar en mi hermana al escribir estas líneas, creo que es la única persona que conozco que es capaz de leerse 7 libros a la vez, y no, no es una hipérbole, mi hermana tiene en su mesita de noche una torre de libros que, antes de irse a la cama, ataca sin piedad.

Mi hermana y yo siempre hemos sido polos opuestos, quizás por eso nos queremos con locura, y quizás también, por eso de compensar, yo, por no tener, no tengo ni mesita de noche. Bueno, quizás ahora sí exagero un poco: me gusta leer, mucho,  pero más que un apasionado de la literatura me considero un sibarita literario, porque soy muy exquisito: no lo leo todo, ni todo me atrae, ni todo me aporta algo, y sí, si un libro me aburre, lo dejo a medias,  sin más, sin escrúpulos y sin remordimiento alguno.

Lo que sí me gusta son los recursos literarios. Insisto, mis conocimientos literarios no destacan por encima de la media, ni me dedico a contar la métrica de los poemas, o fijarme en si tienen rima asonante o consonante, básicamente porque no leo poesía, porque no me gusta, y no me acompleja, dicen que para gustos, colores. Soy más de prosa.

Decía que lo que sí me gusta son los recursos literarios, porque son lo único por lo que leería poesía, porque embellecen las frases, porque dan fuerza a las ideas plasmadas en palabras y porque mantienen tu mente en activo.

Recuerdo con mucho cariño una asignatura que cursé hace ya mucho. Era una asignatura de muy pocos créditos en la que se te introducía a la literatura. Me dio los conocimientos básicos como para ir por el mundo sabiendo distinguir la ironía de la sátira;  la comparación de la metáfora o una hipérbole de un hipérbaton. Me encantaba aprender recursos literarios nuevos, porque, al fin y al cabo, si uno tiene recursos en esta vida, las opciones de supervivencia siempre son mayores.

                “En ese instante eterno, el silencio fue atronador”.

Bello, ¿eh? Se trata de un oxímoron  y tiene la capacidad de alargar un instante para siempre o de poner sonido a un silencio. Cosas como esta son las que hacen que, sin ser un literato, me guste la literatura, me gusten los recursos literarios.

Pero hace poco me vi envuelto en una situación curiosa, relacionada también con recursos. Estaba entre un grupo de gente, no muy numeroso, y una de las personas que allí se encontraba invocó a las mentes del resto de los integrantes para ayudarla a encontrar un recurso. Necesitaba poner una excusa a alguien y no se le ocurría ninguna.

- ¡Ayudadme!- dijo.
- No tiene recursos para afrontar esta situación.- pensé.

Pero sí, sí los tenía. Rápidamente encontró la solución a su problema. Mintió. No hay duda de que hizo uso de la imaginación y la creatividad, eso no lo niego, pero la mentira no es un recurso literario, porque no embellece, todo lo contrario.

No se trata de un pecado capital, es lo que todos conocemos como una “mentirijilla” y está socialmente aceptado, pero ¿no es eso en realidad un eufemismo? ¿No sigue siendo una mentira en toda regla?

Esa situación me hizo pensar, y aquí estoy.

¿Por qué la mentira es el primer recurso que nos viene a la cabeza cuando tenemos que salir de una situación más o menos comprometida? ¿Qué pasa con el uso de la verdad? La verdad nos hace libres, ¿no?

Últimamente, y des de ese día, soy algo más analítico conmigo mismo. Seré sincero y diré que en muchas ocasiones he puesto excusas, vamos, que he dicho mentirijillas. Pero ahora soy consciente de la capacidad que tienen los recursos que usamos para cambiar el aspecto de las cosas, o de las consciencias.

El ser humano tiene facilidad para sentirse atraído por lo que es bello, quizás por eso, sin ser un amante empedernido de la poesía, me gustan los recursos literarios, porque embellecen. La mentira no lo hace. Yo he decidido optar
por la verdad, ¿Qué recursos usas tu?

domingo, 17 de marzo de 2013

La vida no son cuatro días


Me gustaría saber quién fue el primero que dijo que la vida son cuatros días y que me explicara cómo llevaba las matemáticas, porque a mí no me salen las cuentas; será porque soy de letras... (Siempre me ha gustado usar esa frase, exime mis carencias en cálculo mental, no tengo ni que dar explicaciones a nadie por el hecho de que sigo usando los deditos para calcular el cambio que me debe la panadera).

Sea como fuere, la vida no son cuatro días. Permitidme que me tome la licencia de repasar algunos datos:

Según The world Factbook (y leed bien, que pone FACTbook, no FACEbook), que es algo así como un recopilatorio de la CIA con datos fríos y objetivos sobre distintos países (ahí va el enlace para los poco crédulos: https://www.cia.gov/library/publications/the-world-factbook/fields/2102.html), la esperanza media de vida hasta 2012 en España era de 81,27 años; donde la esperanza media de vida de las mujeres está algo por encima de la de los hombres (84,47 años M vs. 78,26 H).

Teniendo en cuenta que un año son 365 días y que, yo por ser hombre, tengo una esperanza media de vida de 78,26 años, mi vida, aproximadamente, no serán cuatro días, serán 29.663,55 (tranquilos, he usado la calculadora, ¡No hay dedos a contar eso!), un cálculo que no tiene en cuenta los años bisiestos, lo que añadiría al contador de mi vida un día más cada cuatro años; pero contar eso ya se me hace difícil hasta con calculadora.

Partiendo de esa base, no de la que me cuestan los números, sino de la que dice que la vida promedia de un español es de casi 30.000 días, ¿Por qué empeñarse en reducirla a 4 y tener que vivir rápido y por encima?

Hay una cita que expresa mucho mejor lo que quiero explicar y que además me encanta. Se encuentra en un libro casi tan odiado como querido, pero del que nadie debería poner en tela de juicio la sabiduría o las enseñanzas que en él se hallan. Efectivamente, hablo de la Biblia, concretamente de Eclesiastés 3: “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora”.

Imagino que a estas alturas ya habréis captado mi mensaje. Tengo la sensación de que con frecuencia nos empeñamos a vivirlo todo al máximo, con gran intensidad, que está muy bien, pero el problema está cuando vivimos como si no hubiera un mañana, porque resulta que el sol siempre acaba saliendo, y pone luz sobre todo lo que hiciste ayer. Vivimos con celeridad, apresurados, rápidamente, sobretodo rápidamente,  antes de que se acabe… ¿Antes de que se acabe el qué?

Así lo veo yo: La vida no son cuatro días, la vida, ¡Gracias a Dios!, son muchos días en los que vamos a tener tiempo para todo. No apreciaríamos igual los momentos de felicidad si antes no hemos tenido tiempo para llorar un poco. No sabríamos disfrutar de los momentos de bienestar si nunca hemos pasado dificultades. O puede ser que atravieses un mal momento, pero debes saber que eso solo será durante una determinada fracción del total de los días de tu vida. Ve con cuidado, no te acomodes, porque también se puede aplicar la fórmula al revés.

No se nace aprendido, pero tienes toda una vida para aprender. No te avances, todos los cursos de la vida son necesarios, no dejes que la prisa te lleve a un curso para el que no estás preparado para afrontar. Todo tiene su momento, todo tiene su tiempo.

Tengo 8.120 días de edad. Aún me quedan algunos miles de días por vivir. No me digas que  me de prisa y que viva sin profundidad, porque la vida no son cuatro días. 

lunes, 4 de febrero de 2013

Gotes


Tenia un vas a la mà, però una gota l’ha fet vessar. Sí, només n’ha calgut una per a fer-lo vessar.

Al mullar-me, he pres consciència per primera vegada del impacte que pot provocar una sola gota en un vas; potser perquè mai abans havia pensat en l'impacte que poden provocar les coses menudes en les nostres vides.

Penso que fins a cert punt és normal que les coses petites passin desapercebudes, però que no les notem no vol dir que no hi siguin, que no causin un efecte. I de “coses petites” n’hi ha moltes: petits gestos, petites actituds, petits vicis... Penso que tendim a subestimar la força de les miques, i potser hauríem d’anar més amb compte perquè amb una sola gota n’hi ha prou per a fer vessar tot un vas. Potser un sol acte, per petit que sigui, també pot provocar grans canvis. No hi ha dubte que tot suma.

I no és pas res nou, tot això, ja ho han dit sempre: que de mica en mica, gota a gota, s’omple la pica. Potser el problema és que no ens n’adonem fins que la pica és plena, i de vegades d’aigua ben bruta!

Doncs a la vida ens passa com amb les piques, o com amb els vasos. Nosaltres mateixos som recipients oberts, susceptibles de ser omplerts. Som quelcom que pot contenir tantes coses com formes adoptar. Gota a gota, de mica en mica, les substàncies que hi ha al nostre voltant ens van omplint, però no en som conscients fins que no hi cap ni gota. I si acabem per vessar, és perquè ja hi havia alguna cosa a dins.

Però, al cap i a la fi, els recipients s’han fet per a contenir coses... segurament el que cal plantejar-se és què hi contenen, i què passa, o què cal fer, si vessen, no?

Resulta que nosaltres som qui decideix què beure i, també, som el resultat de l’efecte que ens causi la beguda que prenem. Alhora, serem els responsables de netejar el bassal que farem si vessem la copa.

Sóc partidari de les bones mesures: en petites dosis tot és bo, a més els excessos sovint porten maldecaps. Però aquí és quan entra en joc el perill de “les coses petites”, aquelles que passen desapercebudes: si omplim els gots amb allò que no ens convé, encara que sigui en petites dosis, al final el got s’omple igual, més tard o més d’hora, però s’omple, i com sempre, només en serem conscients quan no hi cap res més, o pitjor, quan vessa.  

Caldrà netejar el merder, però no està tot perdut. Quan el vas vessa, fins que no es trenqui, que s’acaba trencant, tenim l’oportunitat d’omplir-lo de nou. Això sí, tu has d’escollir amb quines gotes... pensa que totes sumen.