Hace
un par de días andaba yo algo ensimismado. Tenía mil cosas en las que pensar, otras
mil más por hacer y, con tal ajetreo en mi cabeza, olvidé algo primordial en
casa: la sonrisa.
Es
algo que suelo llevar puesto, es fácil de combinar y además es comodísimo. Es
una buena apuesta para esas personas a las que les gusta tener buenas piezas de
fondo de armario, de esas que nunca pasan de moda, como los tejanos o los polos
negros, además, sienta bien a todo el mundo.
Pero no, ese día mi atuendo no incluía ninguna sonrisa. No estaba triste, ¡en
absoluto!, gracias a Dios últimamente tengo motivos para no estarlo,
simplemente caminaba por las calles de Londres algo introspectivo y sin sonrisa.
Y hablando
de la ciudad del Big Ben... dicen de ella que es una de las capitales de la moda
más importantes, no tanto por sus casas de moda (nadie quiere robarle su papel
a París en esto del negocio del buen gusto textil), pero sí es reconocida por la
capacidad de sus habitantes para crear tendencias y modas urbanas, y doy fe. Justamente
ese día, por suerte, me crucé con uno de esos habitantes que mantienen el
nombre de la ciudad en lo más alto, en lo que a moda se refiere; uno de esos
habitantes que manifiestan por cada una de las fibras de su ropaje un gusto
exquisito. Sin duda, aquella persona tenía un sentido de la moda mucho más
refinado que el mío, y no tardó ni un segundo en hacer alarde de ello: en el momento en que nos
cruzamos, ese londinense cosmopolita me mostró la mejor prenda de su fondo de
armario: su sonrisa.
“Esa sonrisa tiene que ser una pieza vintage de su colección” – pensé –
“al menos no es la primera vez que la usa, y sabe cómo sacarle partido” –añadí
dejando mis turbulentos pensamientos de lado.
Llegados
a este punto, debo decir que tengo la costumbre de asociar ideas, y la palabra vintage me hizo pensar en algo que es muy
común en la ciudad de las cabinas rojas: Los mercadillos vintage, esos lugares con tanto encanto en los que encuentras auténticas
maravillas, producto de la ingeniería textil, a precios casi tan maravillosos
como la prenda en sí.
Y así, de golpe, en lo que dura el cruzarse con un ciudadano anónimo, me sentí transportado en uno de esos mercadillos, llámalo Portobello, llámalo Brick Lane o llámalo el mercadillo imaginario de Abel, pero de golpe sentí que me ofrecían una prenda muy valiosa a un precio apto para cualquier bolsillo,
incluso para un bolsillo español. Ese ciudadano me regaló una sonrisa.
Dicen
que solo lo malo se pega, pero desde ese día no puedo estar más en desacuerdo;
ese ciudadano me contagió su sonrisa inmediatamente. Fue como cuando, por el
motivo que sea, te ves obligado a que un amigo te preste algo de ropa y sientes
que, aunque no sea tuya (o justamente porque no es tuya) te sienta de
maravilla, pues eso me paso a mi. Ese caballero me presto su sonrisa
amablemente y sentí como encajaba perfectamente con lo que llevaba puesto. No
pude evitar, a su vez, alardear y mostrar al mundo entero la pieza de colección
que llevaba encima. Esparcí esa sonrisa por doquier. Allí donde iba, hacía
notar a todo el mundo que llevaba una prenda acabada de adquirir de la que me
sentía muy orgulloso.
Lo
más bonito de todo, y es algo no pasa con ninguna otra prenda, es que noté como
yo mismo también jugué al rol de ser mercader y regalé, contagié, mostré… (como
tu prefieras) mi sonrisa a todo aquel que se cruzó conmigo.
¡Cuan
agradable es ver como las personas de tu alrededor sonríen! Os aseguro que se
afronta el día de una forma totalmente distinta.
Amigos,
son tiempos difíciles, ¿para qué afrontar gastos innecesarios como comprar
ropa? Os animo a hurgar en vuestros armarios, buscad esas prendas vintage que todos tenemos, tirad de
fondo de armario y lucid la mejor sonrisa que encontréis, es el remedio a
muchos de los males que hoy nos atormentan.