miércoles, 31 de diciembre de 2014

Establemente desequilibrado

Hace ya un buen puñado de meses que me trasladé de la que desconcertadamente llaman ciudad del "amor" a mi bien querida y bien hallada ciudad condal, y... !Qué dicha la mía!.

Es cierto que la predisposición ayuda mucho, y que uno sienta que está dónde debe estar, también suma, pero es que Barcelona tiene Algo, de verdad.

Desde que me instalé aquí, intento adaptarme al pulso de esta ciudad y con frecuencia me inmiscuyo en su gran y variada oferta de actividades, y que alegría da que ella se deje.

No hace mucho, quizás un par de semanas atrás, mi amada ciudad presentó un nuevo prototipo de bicicletas eléctricas y no quise perderme el estreno: no dudé ni un momento en lanzarme a la calle para darme un paseo por las decoradas calles navideñas con la flamante bici eléctrica que Barcelona me ofrecía. 

Debo confesar que mis dotes como ciclista no son precisamente algo de lo que pueda presumir, y sí, la bici era eléctrica, pero había que pedalear igualmente. Sea como fuere, jugaba con ventaja: montar en bici nunca se olvida, o eso dicen… Pero, una vez puesto en situación (sillín ajustado y cremalleras subidas), el panorama se me presentó algo más arriesgado de lo esperado: 

Resulta que yo soy de periferia y siempre he necesitado moverme en coche. Conducir es fácil, el cuerpo aprende los movimientos y a final la memoria muscular lo hace todo; solo tienes que seguir unos códigos de circulación muy bien marcados. Ahora que estoy en la urbe, camino como nunca, y eso es más fácil aun, los límites los ponen tus pies. Pero ir en bici… en una gran ciudad… por primera vez… eso es despertar al híbrido que llevas dentro. 






Sí, quizás exagero algo (dramatizar siempre le da más chispa a una historia), pero os aseguro que me sentí algo vulnerable. A ratos podía circular por un perfectamente delimitado carril bici, a pesar de que en ocasiones se llenaba de personitas dispuestas a caminar gozosas por encima de él cual alfombra roja; otras veces mi carril se esfumaba, sin más; había momentos en que circulaba junto a grandes automóviles y otros en que esperaba junto al semáforo en rojo con otros peatones. 
Pero lo peor fue cuando, en cierto momento, perdí el equilibrio.

Esa sensación desagradable que te provoca momentáneamente la pérdida del control; ese instante eterno en el que te invade la incertidumbre y te ves incapaz de vislumbrar el desenlace; una sensación con la que, mientras dura, todos los finales tienen cabida, desde el más aterrador hasta el más feliz. Sí, esa sensación que tan bien conocemos todos. 
Para aquellos a los que os interesan los detalles macabros y escabrosos, siento deciros que no me caí, pero ese balanceo bobo sacudió mi fuero interno. Esa falta de equilibrio despertó en mí sensaciones que me eran desagradablemente conocidas.

“No es la primera vez que pierdo el equilibrio”- pensé.
“Es más, en ciertos puntos he estado hasta desequilibrado”- me dije. 

Imagino que sabéis de qué os hablo: cualquier persona con un mínimo recorrido vital y que haya sobrevivido a cualquier crisis existencial, sea la adolescencia, la crisis de los 40 o el “a dónde voy - de dónde vengo”, conocerá bien esta sensación. Esa fase de inestabilidad en la que te buscas pero no te hallas, esa fase en la que te sientes desequilibrado sin ser tu nada de eso. Por suerte, se trata de algo temporal, son fases, y cuando las superas, quedan atrás. 

Es como cuando aprendes a ir en bici: casi que te pasas la mayor parte del tiempo desequilibrado. Te caes, te magullas, te frustras, lo quieres dejar... pero tras levantarte una y otra vez al final consigues la estabilidad, y lo que costó tanto aprender se vuelve algo vitalicio: una vez lo consigues ya nunca lo olvidas, llegas al equilibrio para siempre.

Pero… ¿significa eso que ya nunca perderás el equilibrio? Pues seguro que no, siempre hay piedrecitas en el camino y obstáculos que superar. 

Y así, montado en mi bici eléctrica, tuve que recordarme a mi mismo que perder el equilibrio no es estar desequilibrado. Perder el equilibrio puede ser un toque de atención, una alarma que se dispara, un fuego que apagar, pero no es el fin.

La pérdida de equilibrio tiene solución, no dejes que un simple balanceo te haga caer. 

sábado, 22 de marzo de 2014

Frascos de perfume en escala de grises

Después de unas más que considerables vacaciones, hace cosa de unas semanas que he vuelto a la que llaman ciudad del amor. Parece que la bella urbe está al corriente del ligero resquemor que le tengo y ha decidido obsequiarme con unos deliciosos días de sol, de esos en que los rayos del astro rey cumplen su función de calentar y dar brillo sin abrasar ni hacer transpirar. Visto el buen gesto que la ciudad ha tenido, no he podido evitar darle las gracias en forma de un dulce paseo en el que me he dejado fundir por entre algunas de sus calles más secretas y estrechas, pero no por ello menos concurridas.

A París se la conoce también como una de las grandes capitales de la moda, y sin duda alardea de ello. Es fácil quedarse atrapado observando la belleza de los múltiples escaparates que decoran la ciudad con sus coloridas prendas que avisan de la prematura llegada de la primavera (estoy seguro de que en España ©Elcorteinglés ya hace tiempo que la anunciaba a bombo y platillo...).

Pero hoy algo me ha llamado la atención y me ha sacado del habitual estado de trance en el que entro cuando paseo. Es posible que os parezca una gran tontería, pero me he percatado de que había muy poco gris en esos escaparates. En esta ciudad es muy habitual ver a los parisinos vestir con prendas oscuras que justamente les otorgan ese aire tan elitista y elegante del que presumen. También es inevitable ver colores que la ciudad de las luces se encarga muy bien de hacer brillar pero, ¿qué pasa con el gris?

Posiblemente sea un color poco aceptado socialmente. En la psicología de los colores, y entre otras cosas, el gris simboliza la ausencia de energía, tristeza, duda, melancolía… Sí, la verdad es que no invita a lucirlo con orgullo, pero a mi parecer el gris tiene mucho que aportar, como equilibrio.

¿Qué pasa con el equilibrio?¿Cuál es su lugar?¿Qué cabida tiene el gris entre el elegante negro y los alegres colores? Resulta que entre el exceso de los extremos, entre el “o todo negro o todo blanco”, se encuentra la escala de grises, quizás una oferta poco arriesgada para algunos pero altamente equilibrada para otros.

Pero, sin duda, el gris pasa desapercibido con facilidad, tal es así que nos lanzamos a los extremos sin pensar en cual debería ser el límite: ¿cuál debería ser la justa medida de nuestras experiencias vitales? Sé que me cuesta ir al grano pero voy a ilustrar claramente a lo que me refiero:

Pensad en un frasco de perfume. Uno de esos frascos que son casi obras de arte en sí mismos y que hacen apetecible su contenido sin necesidad siquiera de destaparlo. 

Visualizad uno de esos frascos que parecen dotar de exclusividad y gran personalidad a la persona que decide rociar su piel, impregnando así el mayor órgano de nuestro cuerpo de un olor exquisito. 
Pensad simplemente en un frasco irresistible a los ojos.

Imaginad ahora que, por fin, lo destapáis y os dejáis embriagar por el delicioso aroma que asciende suavemente por la apertura del frasco y  que penetra con delicadeza en vuestras fosas nasales.

Es una sensación estremecedora. En tan solo unos segundos el cuerpo atraviesa una experiencia sublime que roza lo religioso. Esos segundos bastan para que el organismo entero se retuerza de placer.

Pues bien, ahora imaginad que en ese estado de éxtasis inducido se te ocurre llevar la experiencia sensorial al extremo, al límite, y bebes del frasco.

Resulta sorprendente como una escena tan apetecible, que juega a ser erótica, se convierte de golpe y sin remedio en algo abominablemente desagradable. Se podría decir que se cruza una línea tan estrecha como la que separa el amor del odio, una línea que separa lo celestial de lo infernal, una simple línea, un simple paso que va del acertado equilibrio al descompensado extremo.

Pues eso es lo que me aporta, y me recuerda, el color gris. Esa fina raya que se mantiene dentro del margen del equilibrio y que permite disfrutar al 100% y de forma adecuada de todos los frascos de perfume que se cruzan en nuestro camino, y sin necesidad de cruzar la línea del sufrimiento.

La pregunta quizás es ¿Qué te hace beber del frasco? ¿Qué te lleva al sufrimiento del extremo?
Sé gris, sé equilibrado.


viernes, 21 de febrero de 2014

El colador de pensamientos

¿Qué forma le darías a la cabeza si tuvieras que dibujarla?

De entrada, no sé dibujar, pido disculpas por la aberración gráfica que he engendrado y situado unas líneas más abajo; lo cierto es que me siento más cómodo cuando desenfundo un bolígrafo con la finalidad de escribir o describir, pero si tuviera que ilustrar una cabeza, sin duda, dibujaría un embudo.

No hay nadie que se haya muerto por no tener un embudo a mano (y ¡atención! ahora hablo llanamente de las virtudes del embudo,que nadie entienda que el ser un descerebrado no sea un problema). Solo digo que quizás estéis de acuerdo conmigo si os digo que tal instrumento facilita en gran medida ciertas actividades, sobre todo cuando se trata de transvasar líquidos… pero resulta que no siempre hay uno a mano.

Su función principal es convertir algo extremadamente abundante, desordenado y que incluso podría acabar en caos según se gestione, en algo concreto, claro y delimitado. Vamos, que funciona como una cabeza, ¿no?

En la parte superior de una cabeza, conocida como mente, es donde se encuentran los pensamientos. Suelen ser numerosos y se organizan de forma abstracta, aleatoria y, en ocasiones, son incomprensibles.

Tal cantidad de pensamientos puede llegar a ser difícil de gestionar; es como el agua que podrías tener en una de esas inmensas garrafas de 8 litros y que te interesa pasar a tu práctica y cómoda cantimplora: si no usas un utensilio adecuado, quizás consigas llenar la cantimplora, pero muy posiblemente lo habrás logrado a base de desperdiciar y derramar gran cantidad de agua por toda la pica.

Por suerte, y volvemos con las cabezas, solo un poco más abajo del espacio que ocupa la mente, hay un orificio o apertura que recibe el nombre de boca. A través de este orificio solo puede salir un pensamiento por tiempo, no hay cabida para más. La boca no tiene esa capacidad tan abstracta de la que disfruta la mente, aunque, no nos engañemos, la incomprensibilidad es en ciertos especímenes una característica común entre boca y mente. 

De todas formas, y volviendo a los beneficios que aporta la boca a la mente, solo es posible verbalizar los pensamientos de uno en uno, así que una vez has colado todos tus pensamientos, lo que obtienes es algo así como la descripción de tus problemas, o, sin ser tan pesimistas, el discurso más o menos ordenado de aquello que tienes en la cabeza.

Está claro que si no usas un embudo no se acaba el mundo, o si no verbalizas lo que te pasa por la cabeza, tampoco te vas a morir, pero hay una gran diferencia entre hacerlo o no.


¿Y tú? ¿Cuelas tus pensamientos?